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Desde que tengo memoria la gente me conoce -y reconoce -por estar siempre pegada a un libro. No tengo muy claro cuándo empecé a leer, aunque sí me han repetido muchas veces que fui de las primeras de mi curso; lo que sí sé es que mi mundo siempre ha estado repleto de páginas.
A los diez años ya sabía que quería estudiar Filología Hispánica y cuando alguien me preguntaba que porqué estudiaba ciencias en el instituto, respondía que para saciar mi curiosidad. No puedo decir que me arrepienta lo más mínimo.
Llegó la carrera, y aunque sirvió para enamorarme perdidamente del español, nunca se me olvidará el año que pasé en Escocia, dando mis primeros pasos por la ciencia ficción de la mano de H. G. Wells. Para una persona que vivía en un universo de dragones, magia, elfos y humanos de lo más característicos, la llegada de las naves espaciales, las distopías y los antihéroes supuso un boom totalmente irresistible.
Después de la carrera, descubrí el maravilloso mundo de la enseñanza y desde entonces la idea de escribir ya no parece un plan suicida (ya puedo vivir de algo que me hace ilusión, porque sólo de la escritura…); y me colé entre las filas frikis de la asociación burgalesa de ACNIL (cuyas Jornadas de Harry Potter fueron mi iniciación). Un par de años después de graduarme, me llegó la oportunidad de estudiar en EEUU un máster de literatura hispanoamericana y lingüística española, donde además puedo dar clases de español, porque ¡aún estoy en mi segundo año!
No me imagino la vida sin la literatura y todo lo que hago va y vuelve a ella. No importa si la estoy disfrutando, analizando, enseñando o escribiendo. Tampoco importa si ésta aparece en forma de letras, de melodías, de imágenes o de actuaciones, porque como dice Rodolfo Fogwill «la literatura no cuenta historias sino maneras de contar historias».
Guía del autoestopista literario 